Con la vocación por el surrealismo legal de ciertos legisladores que nos gastamos, un día de estos amaneceremos con una ley que prohíba la lluvia vertical e imponga, de manera tajante, que los fines de semana deben ser secos y no se admitirán, siquiera, los breves y repentinos chubascos.
En términos cuantitativos, República Dominicana podría definirse como un país sobrerregulado, aunque la calidad de las legislaciones deje mucho que desear. Somos hiperactivos estableciendo marcos legales impracticables e irreflexivos.
Me ha dejado atónito un proyecto de ley dirigido al servicio financiero de las tarjetas de crédito, no sólo por el hecho de que el negocio está suficientemente regulado por una legislación fundamental, como la Monetaria y Financiera, normativas y resoluciones de autoridades competentes, sino por un aspecto marginal, pero brutalmente dañino.
Se trata del tamaño de las letras de los contratos de adhesión para los tarjetahabientes, llevado de 10 puntos (la masa tipográfica de las publicaciones ordinarias pudiera ser de menor volumen) a 20 puntos, que sería el doble de la medida establecida por la Junta Monetaria, la Superintendencia de Bancos y el Instituto Dominicano de Defensa a los Derechos del Consumidor (Pro Consumidor).
Poner en papel en letras 10 un contrato para cada poseedor de una tarjeta de crédito implica la tala de alrededor de 600 árboles. Si se aprobara la ley objeto de comentario en este escrito, la demanda sería de aproximadamente 2,800 árboles. Es decir, que estaríamos haciendo como país una contribución al incremento de los gases invernaderos y el calentamiento global.
Además, estaríamos contra la tendencia de las administraciones esbeltas, con menos gasto de papel. Los mismos legisladores son depositarios de un proyecto mediante el cual el Gobierno busca reducir el uso de este material gastable en las instituciones públicas poniendo mayor énfasis en lo electrónico. Si aquí hubiese una genuina preocupación por los temas ambientales, habría suficiente razón para piquetear el Congreso.
Artículo publicado en el periódico El Día, el 9 de julio de 2012, en la columna Vía Contraria.